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sábado, 23 de abril de 2011

La obra maestra. Brevísimo comentario crítico

En nuestro arte, es ejemplar esa gran pintura que Dios envió a los hombres en la tierra a fin de que vean cómo suele obrar el hado toda vez que los intelectos de supremo grado descienden a la tierra, infundiendo la gracia y la divinidad del saber.
Giorgio Vasari, 1550 – 1568.[1]

En 1991 un hombre llamado Piero Cannata arremetió de un martillazo contra el pie izquierdo del David, esculpido por Miguel Ángel Buonarroti entre 1501 y 1504. El agresor alegó: “para mí, el arte no existe. Dar un martillazo al David de Miguel Ángel es como aplastar con el pie una vulgar cajetilla de cigarrillos”.[2] Igualmente de este escultor del Renacimiento, en 1972, fue violentada su poderosamente poética Pietá (1498-1499) a manos de Lazlo Toth, quien le asentó quince martillazos, dañando el brazo y ojo izquierdos, las cejas, la nariz y la frente.



Registro del momento en que Lazlo Toth ataca la Pietá de Miguel Ángel (1972).
 

Aunque Toth, biólogo australiano, de origen húngaro y, en aquel entonces, de 31 años fue condenado con prisión, posteriormente su ataque suscitó el Manifiesto no más obras maestras,[3] de Karen Eliot. Entre sus líneas este manifiesto transformaba al agresor, mediáticamente llamado “el loco del martillo”, en una especie de “artista vandálico”.

Pero también como consecuencia de esa serie de atentados, producidos además sobre otras obras de “grandes maestros de la historia universal del arte” como Diego Velázquez, Leonardo Da Vinci o Degas, entre otros, la seguridad en torno a ellas se ha redoblado y, hoy en día, permanecen protegidas con distancia y gruesos cristales antibalas que impiden una apreciación en cercanía.

Estos acontecimientos hacen pensar, por un lado, en las posturas fascinadas, complacidas únicamente en su juicio del gusto y, por otro, en aquellas que relativizan el valor y funcionamiento de las obras maestras en la actualidad. También habría que preguntarse si es pertinente la propuesta hecha por Jean Galard sobre el gusto subjetivo pero universal propuesto por Kant de “intentar atemperar esta tendencia enjuiciadora o judicatoria, en lugar de animarla a dominar todo lo demás”.[4]

¿Una obra maestra?
Aunque en la Edad Media la “obra maestra” poseía un significado jurídico, pues se trataba de la realización de un trabajo que los artesanos debían llevar a cabo como prueba que les permitiera ser calificados como plenamente diestros en el oficio, en el sentido actual, una obra maestra dista de aquella definición.

Hoy entendemos por obra maestra aquella ‘joya’ excepcional de las bellas artes que está destinada a confirmar un canon establecido. En ese sentido, tiene que ser perfecta y coherente con las ideas de ‘calidad’ artística; completamente acabada, total; con valor intemporal y eterno, casi divino como lo expresaba Vasari al venerar el genio de Miguel Ángel en el texto del que he citado un fragmento en el epígrafe. También la gran obra maestra sobrevive a las mutaciones del gusto y a las diversidades culturales, pues tiene carácter ‘universal’ aunque toque la sensibilidad humana desde la subjetividad.[5]

Mitos y cultos casi religiosos se tejen alrededor de la obra maestra haciendo que la imaginación de los espectadores cultos y de los autores un componente prolífico fundamental para la elevación de las piezas a la categoría de reverenciables.  

Pero no es posible una obra maestra sin que haya contado con el acuerdo de las voces autorizadas de un tiempo y un lugar específicos, las de los connaisseurs, que han consensuado la legitimación de su valor como inapelable. Además, para el reconocimiento de ella por parte de quien especta, es indispensable estar vinculado con la existencia del discurso previo ligado a la tradición histórica de la ‘alta cultura’.

La obra maestra tiene la vocación de ‘educar’ al público sobre dónde están los cimientos de la civilización. Estas joyas son testimonio y evidencia de la más ‘pura esencia’ de los valores de Occidente exaltados por filósofos como Hegel y Kant.

La conformación de un aparato complejo de legitimación que incluyó el nacimiento de la estética, la historia del arte y los museos nacionales de propiedad pública, a finales del siglo XVIII a lo largo de Europa;[6] y el decreto del principio de conservación del patrimonio promulgado por los revolucionarios franceses en 1793, alimentaron la idea de que aquellas grandes obras contribuirían a “la mejora de todos los pueblos a través de su exposición en el museo […] conmoviendo el corazón del pueblo, hablándole a su alma e iluminando su espíritu”.[7]

Es a raíz de la repetición de aquellas ideas normativas, que el culto por las obras maestras se ha expandido por todo el planeta. A través de la fama de colecciones como las del museo del Louvre, de exposiciones y publicaciones enciclopédicas o manuales de historia del arte con títulos semejantes a “grandes obras”, “obras de grandes maestros” o “el genio de Picasso”, estas obras se han incorporado a los imaginarios del mundo como valores absolutos e incuestionables de los que no se puede prescindir. Aun en quienes pertenecen a aquellas culturas a las que Hegel calificó de bárbaras,  supuestamente sin cultura ni arte, se identifican enteramente con las obras maestras y las citan como el ‘verdadero’ arte, muchas veces desdeñando sus propias producciones simbólicas.

La obra maestra es presentada como el punto máximo de los objetos de valor dignos de pasar a la posteridad. Por medio de ellas se preserva la memoria que el poder requiere sea preservada e institucionalizada como monumento.[8] Sin embargo uno de los mayores peligros de esa patrimonialización es que “se desactivan las reservas críticas del espectador desprevenido”,[9] petrificando la aproximación a las obras de arte en las ideas del siglo XIX, es decir, en la actitud extática, en la creencia en que se trata de obras pasmosamente bellas sobre las que no es posible decir nada. Como ha apuntado Jean Starobinski, el hecho de que sean indiscutibles no solo las convierte en famosas desconocidas, sino que se le han borrado todos los procesos que las precedieron y desembocaron en objetos admirados, y también los relatos surgidos después de su culminación[10] amputándole quizá los más sustanciosos fragmentos.

Decolonizar
El curador venezolano Ariel Jiménez planteó en algunas ocasiones – reflexionando acerca de la tradición abstracto-geométrica en Venezuela –  que durante los años 50, 60, 70 e, incluso 80 del siglo pasado, hubo artistas que se esforzaron por lograr obras donde la pulcritud del arte realizado (es decir, el arte de los grandes movimientos modernos de Europa y Estados Unidos) fuera su marca, no revelando otra cosa que el inalcanzado anhelo de hacerse paralelos a la gran tradición y alejarse del doloroso sentimiento de atraso, [11] de entrar en el círculo de los ‘clásicos’. 

 Y es que, ciertamente, las obras de este continente, de África, de Asia o de Europa del Este no tienen acceso a la aspiración de ser obras maestras (tampoco las de las mujeres). Solo aquellas pocas que pasaron por los ojos de los expertos legitimadores de la versión única han estado un poco más cerca, como quizá fuera el caso de internacionalización de nuestros valiosos Soto y Cruz Diez a través de la Galerie Denise Renè.

Son las obras euronorteamericanas, desde los clásicos del renacimiento hasta los modernos (primero en París y luego en Nueva York) del siglo XX, las que contienen la ‘pureza’ necesaria para formar parte del que Belting llama ‘el mito de la obra maestra’,[12] es decir, aquel excelso grupo que participa de la devoción colectiva por ‘obra y gracia’ de un elaborado entretejido discursivo e institucional que, en ocasiones, llega al punto de confluir extrañamente en delirios con consecuencias como las mencionadas al principio de este texto.

Las nociones de pureza, perfección y esencialidad, como la noción de obra maestra, responden a intereses eurocéntricos que funcionan, todavía, según las articulaciones efectuadas a finales del siglo XVIII con la revolución francesa, durante el siglo XIX, y actualizadas en las prácticas culturales desde Estados Unidos en el siglo XX.



El pensamiento occidental “oblitera diferencias que configuran y estructuran la experiencia y la subjetividad del yo. La razón occidental se presenta como el discurso de un sujeto idéntico a sí mismo, ocultándonos y deslegitimando de hecho, de ese modo, la presencia de lo otro y de la diferencia, que no encajan en sus categorías”.[13]

Aunque las propuestas de otro orden, aquellas de desmontaje de la matriz colonial del poder, o en otras palabras, del aparato dominante de la cultura occidental no son nuevas, pues comenzaron en América y África en el siglo XVI, “es en este momento, cuando no solamente nosotros sino ustedes, empezamos a descubrir que la colonialidad se engancha con lo visual”.[14]

Así, aún en medio de la muerte del aura en la era de la reproductibilidad técnica exacerbada y de la experiencia visual distraída señaladas por Walter Benjamin,[15] se agudiza la pugna entre las posturas anquilozantes de legitimación y los posicionamientos que están saliendo al ruedo desde el arte contemporáneo para decolonizar las visualidades.

                En los procesos del arte contemporáneo que me interesa, la noción de obra maestra no parece tener cabida, pues estas propuestas se oponen al tráfico de las ideas continuadoras del régimen moderno y a las viejas geopolíticas canónicas del saber, del sentir y del pensar, además de que reconocen que no puede haber un universal estético debido a que “responden a distintas historias locales que tienen en común responder (sic) [críticamente] a la universalidad imperial”.[16]

El arte contemporáneo que se ha hecho consciente de su responsabilidad, está planteando la desestabilización de la estructura moderno-capitalista[17]-colonial desde la transversalización de nuevas perspectivas que cruzan la imaginación, la poiesis, las emociones y los saberes, no como movimientos anti homogeneización, sino pro organizaciones e imaginarios sociales y culturales que se identifican como parte de las diferentes diferencias.



Argelia Bravo,
Detalle de Arte evidencia 1. Invetario de un itinerario corporal (2004- 2009), Instalación.

Las acciones de Cannata y Toth, la destrucción de bienes culturales ancestrales por parte de los soldados norteamericanos en Irak, y los sigilosos aunque efectivos atentados aplicados por ciertas ‘no políticas culturales’ y de desamparo[18] que se han perpetrado en países como Venezuela, tienen en común la destrucción (u ocultamiento) de obras y procesos ejemplares. Sin embargo, son embestidas diferentes puesto que, mientras que en el primer caso parece tratarse de misteriosas perturbaciones mentales de carácter individual, en el segundo y tercero se trata de programas que tienen como finalidad  el emplazamiento de un poder sobre otro.

Pienso que cuestionar la articulación discursiva que justifica la jerarquía aplicada a la producción simbólica y sus privilegios establecidos, no implica borrar de nuestros mapas culturales la presencia de las obras maestras, sino generar exposiciones, publicaciones y todo tipo de debates que circulen en medio de posicionamientos críticos, claros y visibles. La formulación patente de las ideas se hace necesaria para que el público no se vea obligado a admitir como evidencia ninguna postura y, al contrario, interactúe en un ambiente propiciador de pensamientos activos, democráticos, liberadores y transformadores, es decir en “la antítesis de la cultura de las élites”.[19]


[1] Giorgio Vasari, “Miguel Ángel Buonarroti” en Las vidas de los más excelentes pintores, escultores y arquitectos, México D.F., Universidad Autónoma de México, 1996, p. 641.

[2] s/a, “La herencia de Lazlo Toth” en: diario El Comercio, Lima, el 16 de julio de 2004, p. 8.
[3] Cfr. Idem y Karen Eliot, “Manifiesto no más obras maestras” en: Iván López y Pablo España,  Contraindicaciones. Política, arte contemporáneo, amarillismo, proselitismo, demagogia, disponible en:
http://webcache.googleusercontent.com/search?q=cache:ZfVgmEQnstQJ:www.contraindicaciones.net/2005/10/no-mas-obras-maestras-plagiari.html+Manifiesto+plagiarista+Toth+Karen+Eliot&cd=2&hl=es-419&ct=clnk&gl=ve&client=firefox-a
[4] Jean Galard, “Una cuestión capital para la estética” en: Jean Galard y Matthias Waschek, Qué es una obra Maestra, Barcelona (Esp.), Editorial Crítica, 2002, p. 22.
[5] Cfr. Immanuel Kant, Crítica del juicio, Madrid, Editorial Espasa Calpe, 2007
[6] Cfr. Hans Belting, “El arte moderno sometido a la prueba del mito de la obra maestra” y Jean Galard, Op. Cit., ambos en: Qué es una obra Maestra, Barcelona (Esp.), Editorial Crítica, 2002, p.p. 48 -50 y p. 20.
[7] Matthias Waschek, “La obra maestra: Un hecho cultural” en: Idem, p. 34.
[8] Cfr. José Antonio Navarrete, “Coleccionismo de Arte. Acomodando el desorden” en Papel Literario, El Nacional, 11 de mayo de 2002, p.1
[9] Idem.
[10] Cfr. Galard, Op. Cit.
[11] Cfr. Ariel Jiménez, “Tradición y Ruptura” en: La invención de la continuidad, Caracas, Fundación Galería de Arte Nacional/CANTV, 1997.
[12] Op. Cit.

[13] Seyla Benhabid, “Feminismo y Posmodernidad: Una difícil alianza” en: Ana de Miguel Álvarez y Cecilia Amorós Puente Teoría Feminista: de la ilustración a la globalización (vol 2.), 2005, pp. 319 -342. disponible en: http://www.cholonautas.edu.pe/modulo/upload/Feminismo%20y%20posmodernidad%20%20Behabib.pdf
[14] Walter Mignolo, “Matriz Colonial de Poder. Segunda época” en: Blogspot de La Tronkal. Grupo de Trabajo Geopolíticas y Prácticas Simbólicas, entrevista realizada por el grupo en Quito el 13 de agosto de 2008, disponible en: http://latronkal.blogspot.com/2009/11/matriz-colonial-de-poder-segunda-epoca.html
[15] Cfr. Yves Michaud, “Los tiempos del triunfo de la estética” en El arte en estado gaseoso, México D.F., Fondo de Cultura Económica, 2007, pp. 89- 139.

[16] Walter Mignolo, “Decolonial Aesthetics flash.flv” (entrevista realizada por Rojas Zotelo), en: YouTube, 2010, 11’: 52’’, disponible en: http://www.youtube.com/watch?v=znaaLQZOb0g&NR=1

[17] También el capital tiene su papel determinante dentro de las dinámicas de conformación de los grandes relatos propagados por la historia del arte canónica. Es decir, como lo explicara Jorge Sepúlveda en una charla en el CELARG hace pocos años, el arte también tiene un valor de uso y un valor de cambio. Cuando el arte tiene un precio fijado no está establecido con relación al mero valor de uso, sino a su visibilización. El valor de mercado del arte − tasado por galerías, las casas de subasta y los museos − es especulativo, difícilmente calculable y altamente inflacionario. El valor de la obra maestra también se traduce en dinero, lo que se hace coherente con los  criterios convenientes al mercado.

[18] Cfr. Gustavo Pereira, “No necesitamos de nuevos Torquemadas” en: Catálogo, Caracas, Fondo Editorial Fundarte, 2010, pp. 19- 21. Pereira ha señalado que aunque en ninguna Constitución precedente a la actual en nuestro país se había siquiera mencionado la palabra cultura, se hace necesario mucho más esfuerzo para hacer que se acaten las normas constitucionales sobre los derechos culturales (sobre todo en el interior del país que en muchos casos se encuentra en triste condición de desamparo). Afirma “Las artes avivan y alimentan la sensibilidad, los saberes humanísticos, la conciencia, y ambos, sensibilidad y conciencia, toman partido por lo humano, cuya naturaleza pretenden perfeccionar, no aletargar” (p.17).  Cfr. Gustavo Pereira, Derechos culturales y revolución, Caracas, Fondo Editorial Fundarte, 2010.
[19] “No necesitamos de nuevos Torquemadas” en: Catálogo, Caracas, Fondo Editorial Fundarte, 2010, p. 20.